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viernes, 28 de enero de 2011

LA ESTANTERÍA DE ÁNGELA


Se levantó a las seis de la mañana en el día de su cuadragésimo cumpleaños. Le daba algo de pánico entrar en esa nueva década, que según dicen, se inaugura con una crisis. Se miró al espejo, analizando cada centímetro de su rostro, preguntándose a la vez, si estaba en el lugar qué quería en el mundo. No lo sabía. Quizás había perdido el tiempo con una relación bucle, que no evolucionaba, y ahora estaba sola. Necesitaba, como ella solía decir, alguien que le “moviera la estantería”, que la hiciera vibrar tanto en lo corporal, como en lo espiritual, alguien que le sacara del día a día monótono en el que vivía. Pensó en su trabajo también, llevaba dos años despotricando acerca de lo aburrido que era. Se dedicaba a la selección de personal en una entidad financiera. “¿Qué diantres hago yo en un banco cuando lo que me gustan son los animales?”. Mientras pensaba en estas cuestiones se quitó el pijama rosa lleno de pelotillas y se metió en la ducha. La forma de enjabonarse, con movimientos circulares, tranquilos y rítmicos, parecían sumirla en la concentración más absoluta. De ese modo llegó a una conclusión: “No, no, no, no, esto no puede ser…no puedo perder mis días en esa oficina llena de cretinos”. 

Y es que en la oficina, Ángela se apagaba un poco. Normalmente llegaba a las ocho, decía Buenos días a todos, suspiraba  y después, se sumía en un “vis a vis “con el ordenador durante horas. Alguna vez, no tenía nada en especial qué hacer, pero más le valía teclear o mover algún papel que otro, antes que ponerse a mirar a las musarañas, para evitar los consabidos chivateos de algún compañero que le echaba el ojo por encima del hombro para ver qué se traía entre manos. Aunque su trabajo y su vida actual le aburrían soberanamente, había unos instantes en los que parecía sentirse la protagonista de una película. Eso sucedía cuando Marco Barelli aparecía. Éste era un italiano que había llegado hacía unos cuantos meses al departamento de marketing de la compañía. De unos cuarenta años, alto, ojos miel, tez  y cabello morenos, con algunas canas que a ella la volvían loca. Siempre que él pasaba al lado de su mesa  la miraba a los ojos  y le decía: “Buon giorno,  principessa”. En ese mismo momento a ella se le derretía el alma y se le escurría por los pies. Pensaba: “¡Dios mío!…como en La vida es bella, ¡me encanta!” Ella devolvía una sonrisa coqueta y respondía: buenos días, con una caidita de ojos de lo más seductor. De ahí no pasaba. No es que no le atrajera Marco lo suficiente, es que no quería ninguna relación más allá de la amistad con nadie del trabajo. Le parecía que sería el centro de habladurías malintencionadas y le gustaba guardar las apariencias. Solía ser muy contenida; sólo había que ver cómo  se movía, con una elegancia exquisita; solía caminar acariciando el suelo alfombrado con los tacones, como una gata. Esa femineidad le impedía a veces, ser más espontánea, liarse la manta a la cabeza y dejarse llevar. Es como si se pudiera derrumbar toda la imagen de seguridad y fortaleza que mostraba en su actitud si así lo hacía. Así que el día que Marco le propuso tomar un café en el bar de al lado, ella, con la excusa más elegante que encontró  dijo que no, aunque se  arrepintió en ese mismo instante.

Salió de la ducha con la mente clara y consciente de que si estaba harta de la monotonía de su vida, algo tendría qué hacer. Todavía no sabía qué, pero por lo pronto, quería cumplir los cuarenta sintiéndose atractiva; “una auténtica principessa”, dijo para sí con una media sonrisa. Se puso  la ropa interior más sexy que tenía: su tanga a lo “hilo dental negro” a juego con el sujetador “tapo lo justito” y unas medias hasta el muslo. Satisfecha ante el espejo se enfundó un vestido negro y se elevó trece centímetros del suelo con sus zapatos de Gucci,” un pequeño capricho, solía decir ella acerca de sus zapatos. Se le pasó por la cabeza que en lugar de ir a trabajar se iba a una fiesta: “¡pero es que es mi fiesta, caramba, cumplo cuarenta!”

Llegó de esa guisa a la oficina, dejando un rastro de perfume caro. Su jefe, que casi nunca saludaba,  se giró para admirar a Ángela. Satisfecha, después de colgar su abrigo, tomó asiento y haciendo sonar sus uñas contra su escritorio pensó en lo que tenía que hacer. Envió unos emails, revisó unos cuantos currículos y recibió con agradecimiento las diferentes felicitaciones de sus compañeros. Esperaba a Marco, y éste no aparecía. Su cabeza no hacía más que dirigirse hacia  el torno de acceso al área en el que ella se encontraba. Oía voces o pasos y giraba la cabeza automáticamente esperando que fuera él. Se impacientaba cada vez más. Era la una y media de la tarde y todavía no le había visto.  “¿Le llamo?”, dudaba. Estaba deseando, pero le daba vergüenza. Empezó a latirle el corazón a toda prisa sólo de pensarlo. “Venga, no lo pienses más… ¡actúa! No tienes nada que perder”, se repitió mentalmente.  Con las manos temblorosas marcó la extensión de Marco. Sonó tres veces la señal y entonces  le escuchó. Se aclaró la voz con un ligero carraspeo y le saludó:

-          Hola, Marco…soy Ángela…de Recursos Humanos…
-          ¡qué sorpresa!, ¿a qué debo el honor, principessa?- respondió él. Ella temblaba y sonreía por los nervios, aunque lo disimulaba bien.
-          Mira, te llamaba porque he pensado que podíamos tomar hoy ese café que siempre posponemos…si puedes…a la salida del trabajo- dijo con cierto temor a una negativa que la avergonzase.
-          Mmmm, ¿qué hora es? Creo que es la una y media… ¿Has comido?-preguntó Marco.
-          Pues, la verdad es que no- contestó Ángela con una tensión en el cuello, que tendría que tratar después en un fisioterapeuta.
-          ¿Te gustaría  con mangare conmigo?-dijo él con voz cantarina y característico acento. Ángela se quedó por unos instantes muda. Hacía tanto tiempo que no hacía este tipo de cosas….
-          Sí, ¿por qué no?, ¿quedamos en el restaurante de la esquina?-contestó.
-          Ma, no…Me gustaría que no fuese aquí, en la oficina. Conozco un sitio que podría gustarte…si te piage…- replicó él.
-          Pero, es que sólo tengo un par de horas…-susurró Ángela para que no la oyeran los demás.
-          En un par de horas estás de vuelta, lo prometo, pincipessa.-afirmó con seguridad.

Y así fue como quedaron en el parking a las dos, para irse a comer y volver en dos horas. Hablaron de los viajes, de la comida, rieron, se conocieron un poco más,  se sedujeron y cuando él la instaba a volver a la oficina, ella dijo que no con la cabeza.

-          ¡un whiskey con hielo, por favor!-gritó al camarero, girándose sin descruzar sus finas piernas, y alzando una mano.

Marco no entendía y se quedó mirándola con un gesto interrogativo en la mirada. Ángela le miró con sus ojos, negros y profundos y le dijo:

-          No quiero volver a la oficina, quiero quedarme contigo.  Sé que los dos deberíamos volver, pero es mi cumpleaños y me ha costado mucho llamarte y venir aquí. Pídete una copa, anda” Marco sonrió y con un movimiento de cabeza, que denotaba incredulidad, pidió otro Whiskey con hielo.

Así es como Ángela, por fin, se lió la manta a la cabeza y decidió disfrutar de las cosas interesantes que se le ofrecían, sin importarle las apariencias, ni siquiera las consecuencias. Pasaron la tarde juntos; ni se les ocurrió volver a la oficina. Caminaron por el Retiro hasta llegar a la Puerta de Alcalá. Allí se hicieron una foto con el móvil; después, a dos manzanas nada más, acabaron haciendo el amor apasionadamente en el piso de Marco. ¿Le importó lo que pudiera decir su jefe? Por primera vez en su vida, no. Se sentía liberada, feliz, dueña de sus actos y completamente transformada.

Al día siguiente, cuando llegó a la oficina, su jefe se dirigió a ella con cara de curiosidad más que de enfado y le preguntó:

-          ¿Qué ocurrió ayer, Ángela?, ¿Te paso algo?
-          Ya lo creo que me pasó- respondió con seriedad-de las cosas más importantes de mi vida- continuó. Su jefe sin entender nada, frunció el ceño y esperó alguna otra respuesta.
-          Me ocupé de un asunto muy importante-contestó mirándole a los ojos y manteniendo por unos segundos la mirada, colocaba su bolso en su escritorio y le daba al botón de encendido del ordenador.
-          ¿Y cuál es ese tema TAN importante?-replicó su jefe remarcando el “tan” con ligera ironía.
-          Una mudanza…tuve que reubicar una estantería...y al final, no fue sólo la estantería, también fue el sofá, la cama, la cocina y el baño…-explicó tranquilamente con una sonrisa, perdiendo la mirada en los recuerdos de la noche anterior. Su jefe no entendió nada y exclamo:
-          ¿Una mudanza?
-           Sí, sí, eso. Ya está solucionado todo, así que no has de preocuparte, gracias- le miró un instante a los ojos y con una sonrisa espléndida se puso a trabajar sentada frente a su ordenador, dejando a su jefe atónito por la respuesta. Todo esto lo dijo con una seguridad aplastante, sin dar una oportunidad a la réplica. Su jefe volvió a su despacho, desconcertado y con la idea de que ella, de alguna forma, le estaba tomando el pelo. Cuando se sentó en su silla lo único que supo decir fue:

-          Ángela, La próxima vez, ¡avisa!

S.B.

1 comentario:

  1. Preciosa historia. Me acordaré de ella cuando terminé mi próxima estantería. Un besazo.

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