Me había levantado a las siete de la mañana para coger un taxi que me llevara a la estación de tren. Debía tomar el AVE de las diez para llegar a Lérida. Hacía frío, tanto, que el vaho lloraba en el cristal de la ventanilla del taxi. La luz del sol ya había repartido colores a las calles que iniciaban su actividad con los gemidos de los coches. Me pesaban los párpados por la falta de sueño. A pesar de que estuvo encendido el radiador durante toda la noche, no conseguí quitarme la piel de gallina. Todavía ahora, en el taxi, seguía destemplada. Pensaba en mi padre que estaba en el hospital desde hacía quince días. Yo me iba y le dejaba en una habitación blanca y llena de ausencias. ¿Debería quedarme?-me planteé, pero no podía; ya había agotado todos los días de permiso. Era consciente de que la noche anterior había sido peor que las otras.
Tenía fiebre, la mirada perdida en el techo sucio y la boca ligeramente abierta. Allí estuvimos mis hermanas, mi madre y yo. A ratos sentadas, a ratos de pie alrededor de la cama. Agarrábamos su mano inmóvil, y besábamos su frente caliente. Era una larga despedida. Le miraba a los ojos intentando adivinar qué podía estar pensando. Igual no pensaba nada o igual se decía: “¿qué mierda estoy haciendo ya aquí?” Quizás se acordaba de cosas agradables, como las excursiones que hacía todos los domingos por la sierra, que se levantaba a las siete de la mañana para ir a la Maliciosa y subir hasta el nacimiento del río Manzanares, o llegar hasta Cabeza de hierro. Llegaba exhausto, con las mejillas sonrosadas por el sol y con olor a Jara. Disfrutaba como nunca de la paella que cocinaba mi madre, mientras nos relataba que había visto un águila, un halcón o algún zorro. Algunas veces yo le acompañaba; ya no podría hacerlo más. Tal vez le dolía algo. La opinión del médico no me convencía; decía que no sentía nada, pero ¿cómo podía saberlo? Mi padre tenía Alzheimer desde hacía años y apenas se expresaba; nunca se quejaba por nada, aunque el dolor fuera muy grande. Se me saltaron las lágrimas al recordar lo mal que lo pasó al no poder orinar casi en veinticuatro horas por una sonda mal colocada; y él, sólo fruncía el ceño…ni una queja. Cada vez que me acuerdo es como si una esquirla de piedra saltara a mi corazón. Esa última tarde se pasó lenta y triste, hasta la noche, en la que tuve que marchar. Me acerqué a su cama, donde inmóvil permanecía acostado. Tiré de la sábana, que metida perfectamente por los cuatro costados, le oprimía los pies. Después le agarré la mano, caliente, con vida. Podía percibirlo en la tensión de sus dedos, en los latidos de sus venas y en ese calor que la fiebre le provocaba. Pensé que podría mejorar. Que lo mismo la infección generalizada de su cuerpo remitía. Quizás, cuando volviera a visitarle, tendría la mirada más lúcida y la podría dirigir hacia mí. Le besé la mejilla hundida y le susurré:
- Papá, te quiero mucho- no se movió, pero sus ojos cambiaron el punto de vista por un instante.
Quise creer que me había oído y entendido. Habíamos discutido mucho, sobre todo cuando yo era adolescente y me preocupaba mucho pudiera dudar de lo que yo sentía.
Me marché con la idea de volver a verle en tres días. Los que iba a estar fuera por cuestiones laborales.
Salí de mi ensoñación cuando, por fin, el taxi llegó a la estación de Atocha. Eran las 9:20. Cientos de personas caminaban con prisa por coger sus trenes. Me sentía como una isla en el medio de un mar de gentes, ajenas a lo que a mi padre le ocurría, tan lejos de adivinar mi pena. Bajé al andén, donde un olor a goma quemada y a alcantarilla me abofeteó al instante. Miraba la hora una y otra vez. Caminaba de un lado a otro del andén con una culpa que crecía insidiosa en mi interior como un dolor agudo. Miré el rótulo digital en el que anunciaban la llegada del tren. Llegó despacio, acariciando casi las vías. “Debería estar con él”-pensé. Apreté el botón verde de la puerta del vagón número tres. Un sonido de descompresión precedió a la apertura de la puerta. Me quedé paralizada. No podía subir. Estaba entorpeciendo el paso al vagón. Una mujer que llegó corriendo, me empujó para pasar. Llegó en el último segundo. Las puertas se cerraron y yo me quedé ahí, en el andén, viendo como el tren marchaba. Entonces reaccioné. Me di la vuelta y me dirigí hacia las escaleras mecánicas que me llevarían a la salida de la estación. “Voy a llamar a mi jefe y después estaré al lado de mi padre”- me propuse. Llegué a la parada de taxis donde el frío daba una ligera tregua, con un sol que calentaba un poco los ánimos. Entonces sonó mi móvil; eran las 10:15. Mi corazón aumentó el ritmo de sus latidos. Me temblaban tanto las manos que era difícil encontrar el móvil en el bolso. Palpé hasta encontrarlo y lo saqué. En la pantalla iluminada de blanco aparecía el nombre de mi hermana. Suspiré fuerte. No quería saber, tardé en descolgar.
- ¿Sí? –dije con la voz apagada.
- Papá ha muerto-contestó ella con un lamento.
Me quedé muda. No reaccioné inmediatamente. Sólo era consciente de que había llegado tarde, muy tarde. Mi hermana seguía al otro lado del teléfono llorando, transmitiéndome una pena infinita.
- ¿Dónde estás?- preguntó- ¿Puedes venir ahora?
Ni siquiera contesté en ese momento. Me derrumbé literalmente, llorando desconsoladamente en la cola de la parada de taxis, mientras la gente iba y venía, los trenes salían a su hora y el sol se elevaba en el cielo, como hacía desde millones de años atrás.
SBG